Treinta días. Primer mes cumplido. 1783 kilómetros recorridos viajando a dedo.
Dieciocho vehículos, diez autos, cinco chatas, tres camiones. Tres provincias,
un país, Argentina. Noches de carpa, al aire libre, ríos, montañas, baldíos.
Motor-home, casas familiares y un Complejo Municipal. Cientos de saludos,
generosidad, felicidad y gente maravillosa. Amigos de días, rutas, transportes
y viajes. Compañera fantástica. Nutrición, vida, energía, experiencias y
alimentación inolvidable. Pequeños y grandes espacios de vivencias generadas al
viajar. Ni contornos, ni estructuras, no hay fechas, ni horas. Todo es único al
despertar un nuevo día.
Mi pasada por Amaicha fue fantástica. Desde
la salida de Tafí ya todo era diferente. Los 60 km de distancia marcaban un clima
más seco, visible, con demasiadas curvas y precipicios en todo el camino. Media
tarde, mi primera pisada al bajar de la chata ya sonaba distinta. Ya no existía
el “boom” turístico, ni tampoco las adineradas 4x4 con sus dueños propietarios
de tierras a mansalva. Las miradas eran cálidas, con saludos de bienvenida. Se
habían extinguido los registros de abajo hacia arriba, reojos empaquetados de
etiquetas caras y las huellas disfrazadas de caras porteñas.
La población es humilde en general, no me
refiero sólo a lo económico sino en todos los sentidos. Aquí no existen las
divisiones políticas, los mandatos interesados por poder. No es tampoco el
pueblo de Alicia y sus maravillas, pero las jerarquías en sus buenos términos,
si los hay, corresponden en su totalidad a los pueblos originarios del lugar.
La acumulación de años y las tierras heredadas por los nativos, dan espacio al
respeto y al bienestar en su mayoría.
“Prohibido la compra-venta de las tierras
del lugar”, expresaba un cartel pegado dentro de un local comercial. Con sello
y firma del cacique zonal. Las decisiones, organizaciones de las fiestas
regionales son llevadas a cabo por voto mayoritario de todos los Amaichas. Los
próximos días de febrero, como en varios pueblos del norte, se festejaría el Día
de la Pachamama –el desentierro del diablo-.
El siguiente destino se encontraría en
Cafayate, Salta. Otra provincia, otro lugar, otra gente. Ciudad de punto
turístico. Varios ríos la cruzan por su contorno; entre ellos, el Río Colorado.
Atrayendo turistas por sus afamadas cascadas. Como todo, obviamente, el negocio
está bien armado. Ya ni bien se llega a la base del camino, se interceptan en
forma espontánea personas locales descriptas como “guías turísticos”. Se dice
que no se puede llegar solo, mucho peligro. Un violeta de Roca y tu vida será
protegida.
A
pesar de que los ríos eran dos, seguimos el río izquierdo. Caminamos tres horas
sin ningún rastro humano, ni de cascadas. A cada rato repitiendo –“En cinco
minutos llegamos che, un poco más, aguanta”. Al tiempo nos encontramos con
otros tres jóvenes, en el mismo estado que el nuestro. Diálogos presentes, intercambiando
los hechos de la inalcanzable llegada. Al fin, retomamos el inicio con el tope
de dos porteños y otra pareja en el mismo fracaso. Firmas, datos de presencia
en la entrada por segunda vez, y ahora sí, por el río derecho, a caminar. Seis
personas (uno abandonó liquidado por la fatiga) y un mismo destino. La búsqueda
infinita de las afamadas cascadas, Quebrada del Río Colorado. Evitando todo
tipo de guía, paquete turístico incluido. El desafío estaba. Dos horas de
marchar, escalar y saltando hasta creerse Bear Grylls cuando
en una frenada vemos con un compañero, bajando de la montaña, una anciana no
menos de 70 años, bastón apoyado sobre mano izquierda. Entonces, si, bueno no
fue nada imaginado. Estábamos en lo cierto; ¿completamente locos? No lo creo.
Más arriba una mujer aparece con una nena en brazos. Si, locos de remate. Totalmente.
Se venía el ruido famoso de lluvia, pero
más fuerte. Caímos con la vista. La cascada existía.
Es hermoso leerte y ver esos lugares a través de tus ojos... Soña primito, es maravilloso!!! :) Te quiero
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